domingo, 10 de febrero de 2013

Las prisiones domiciliarias: genocidas libres y sueltos

“Se me cruzó mi apropiador en bicicleta”

Represores con prisión domiciliaria han violado sus condiciones de detención en varias oportunidades. Los organismos de derechos humanos reclaman mecanismos de control más claros y permanentes sobre estos reos.

 Por Irina Hauser

“Hoy, mientras paseaba a mi perri(ta) querida, se me cruzó de frente mi apropiador en bicicleta... ¡¡¡sí, el mismo que decía que no está en condiciones de afrontar un juicio oral por cuestiones de salud, el mismo que tiene prisión domiciliaria!!! Paseaba por enfrente de mi casa... le faltó sacarme la lengua”, escribió el 16 de enero en su muro de Facebook Catalina de Sanctis Ovando, una hija de desaparecidos que recuperó su identidad cuatro años atrás. El represor, Carlos Hidalgo Garzón, quien solía gritarle “subversiva” cuando aún se hacía pasar por su padre, está procesado por más de 200 delitos de lesa humanidad y gozaba de arresto domiciliario en un geriátrico de Belgrano, de donde salía sin problema a pasear por la bicisenda. También se conoció la semana pasada, por un video de la agrupación H.I.J.O.S., que el médico que atendía partos clandestinos en la dictadura Jorge Luis Magnacco paseaba por el Patio Bullrich del brazo de su mujer y caminaba plácido por las calles de Barrio Norte, burlando la detención en su domicilio. Lo hacía gracias al permiso para ir a Tribunales y volver por sus propios medios que le dio el tribunal oral que lo juzga por los crímenes en la ESMA. En ese contexto, los organismos de derechos humanos reclaman un mecanismo de control claro y constante sobre los represores que, por edad o supuesta enfermedad, permanecen detenidos en sus casas. Los actores judiciales y políticos asumen una falla pero juegan al gran bonete. Se han analizado desde reformas legales o reglamentarias hasta la pulsera electrónica, pero aún no hay cambios.

De las 813 personas que están detenidas por crímenes de la última dictadura, el 58,9 por ciento está en unidades penitenciarias; 2,2 por ciento se encuentra en dependencias de fuerzas de seguridad provinciales o federales, 1,1 en hospitales y 37,8 por ciento con detención domiciliaria. Es decir, los represores que están en sus casas son algo más de 300. Así surge del último informe de la Unidad de Coordinación y Seguimiento de las causas por violaciones a los derechos humanos de la Procuración General.

La discusión sobre los arrestos domiciliarios en casos de delitos de lesa humanidad empieza en los criterios diversos que utilizan los jueces para decidir cuándo corresponde otorgar el beneficio. ¿Cómo estiman –por ejemplo– los peligros reales (de fuga, obstaculización o amenazas o para la integridad física de testigos y víctimas) que encarna un represor? Sigue con un abanico de interpretaciones sobre cómo implementar esas detenciones según la ley de ejecución penal: ¿las deben controlar los tribunales? ¿El Ministerio de Seguridad a través de sus fuerzas? ¿El Patronato de Liberados? ¿Se puede vigilar a un preso domiciliario las 24 horas?

La ley dice que los jueces “pueden” –sin estar obligados– disponer el arresto domiciliario para enfermos terminales, detenidos que padecen enfermedades para las que no hay tratamiento en la unidad carcelaria, mayores de setenta años, discapacitados que reciben trato inhumano en las cárceles, mujeres embarazadas, con hijos menores de cinco años o a cargo de personas con discapacidad. Cuando median cuestiones de salud, los magistrados deberían guiarse por los informes médicos, psicológicos y sociales, según establece la norma que, en cambio, no dice cómo evaluar a los ancianos, lo que lleva a que muchos reciban el arresto domiciliario en forma automática. También estipula que cuando el juez “lo estime conveniente podrá disponer la supervisión de la medida a cargo de un patronato de liberados o de un servicio social calificado” y que “en ningún caso la persona estará a cargo de organismos policiales o de seguridad”.

El represor Juan Miguel Wolk, quien fue jefe del centro clandestino Pozo de Banfield (por donde pasaron los diez estudiantes de La Noche de Los Lápices), se fugó de su arresto domiciliario en mayo pasado, apenas conoció que la Suprema Corte bonaerense lo mandaba a un penal común. Fue el puntapié para que Abuelas de Plaza de Mayo, el CELS, H.I.J.O.S y la agrupación Kaos se presentaran ante la “Comisión Interpoderes”, donde se supone que los tres poderes del Estado intentan mejorar la marcha de los juicios por crímenes de lesa humanidad, y reclamaron medidas de control sobre las prisiones domiciliarias. “Intentamos marcar el vacío que hay e hicimos propuestas: como que se ocupe el Patronato de Liberados de controlar o que los propios tribunales pauten visitas sorpresivas, con cierta periodicidad”, recuerda Alan Iud, abogado de Abuelas. “Nos mencionaron que la Cámara de Casación podría sacar una acordada, pero ni ese tribunal, ni la Corte ni el Congreso ni el Ejecutivo hicieron nada. Frente a esta nebulosa, los jueces tienen la responsabilidad primaria. Es un despropósito que un acusado que está detenido vaya al juicio en colectivo”, señaló Iud.
Cada maestrito...

La situación del capitán de navío Magnacco ilustra cómo cada tribunal interpreta la ley a su antojo. Durante el juicio sobre el plan sistemático de apropiación de hijos de desaparecidos el Tribunal Oral Federal N° 6 (TOF6), que lo condenó a 10 años de prisión, dispuso que tenía que ser trasladado a tribunales desde su detención domiciliaria por la Policía Federal. En cambio, el TOF5, a cargo ahora de las audiencias del megajuicio ESMA, le dio permiso para trasladarse por su cuenta, en rigor con su “garante”, que es la esposa. Así fue como el lunes último, después de negarse a prestar declaración indagatoria, se volvió caminando a su casa, paseó por el shopping y pasó a comprar comida por la fiambrería El Nene. Nadie lo vigilaba, pero lo filmó H.I.J.O.S. Fue la presidenta del TOF6, María Roqueta, quien lo mandó a buscar por la fuerza pública para que diera explicaciones, le revocó el arresto domiciliario y lo mandó a la cárcel de Marcos Paz. Magnacco le dijo que se fue caminando porque no venía el colectivo y el taxi está muy caro, se metió en el Patio Bullrich porque en la calle tenía calor, y aclaró que la caminata le venía bien para hacer ejercicio.

En torno de Hidalgo Garzón también hubo distintos enfoques judiciales. El juez platense Manuel Blanco le había permitido el arresto domiciliario en un geriátrico, tratándose de un paciente psiquiátrico y mayor. Pero precisamente por sus características psicopáticas el Tribunal Oral Federal N° 1 de La Plata lo consideró un peligro dentro de esa institución. Fue uno de los argumentos que utilizó esta semana, al mandarlo a una cárcel común. Uno de los jueces, Carlos Rozansky, añadió que era un caso de “doble estándar” porque es “impensable que en causas por delitos comunes se ordene el traslado con prisión preventiva de un imputado por más de 200 delitos y con informes psiquiátricos a un geriátrico con ancianas y sin limitaciones ni restricciones de movilidad, ni seguridad o contención”. De todos modos, es llamativo que ningún tribunal había tenido en cuenta que Catalina, de quien Hidalgo Garzón se apropió cuando era una beba nacida en cautiverio en Campo de Mayo, le tenía miedo al represor –a quien describía como “alcohólico” y “violento”– y fue quizás uno de los motivos por los que por mucho tiempo ella intentó eludir la confirmación de su verdadera identidad. “Siento alivio”, dijo Catalina el jueves, cuando lo mandaron al penal de Ezeiza.

Descontrol

“Es cierto que la responsabilidad es nuestra, de los jueces”, dice Roqueta. “¿Pero cómo controlo? ¿Me instalo en la puerta de la casa del detenido? Tampoco se le puede enrejar el domicilio, no es el propósito. Sí creo que los traslados deben hacerse con la fuerza pública y, en ese punto, debería ser más clara la ley”, advierte. “No obstante, la clave está en el momento de decidir si corresponde otorgar o no la prisión domiciliaria. Ahí deberíamos ser más estrictos”, sostiene.

“Desde el Ministerio Público Fiscal decimos que no es automático que cuando un detenido cumple 70 años accede a la prisión domiciliaria; los fiscales plantean la gravedad de los delitos, el riesgo de fuga y el peligro para los testigos. Incluso si está enfermo, nos oponemos a la domiciliaria si puede ser tratado en el instituto penitenciario. Pero el éxito de nuestra posición ante los jueces es muy variable”, explica Pablo Parenti, quien encabeza junto con Jorge Auat la Unidad de Derechos Humanos de la Procuración. El año pasado, cuenta, “para colmo encontramos muchos casos de imputados con domiciliaria que no tenían restricción de salida del país, así que si abrían la puerta y se tomaban un micro o un avión nadie les decía nada. Eso llevó a que se dictara una instrucción general para los fiscales”.

El abogado Rodolfo Yanzón, de Kaos, pide no perder de vista que el arresto domiciliario es un derecho que consagra la ley “por el que hemos peleado mucho” y “no podemos debilitarlo”. En este escenario, marca, los jueces tienen que hacer una buena evaluación de cuándo corresponde otorgar una domiciliaria, por ejemplo por razones de salud, ya que “muchos imputados acceden indebidamente”. “Deben analizar si no es una herramienta para eludir la Justicia o presionar de algún modo a los actores del juicio, teniendo en cuenta que han formado parte de estructuras estatales armadas, con suficiente personal y logística.” A la vez, añade, “tenemos que exigir que los jueces ejerzan controles permanentes tanto para constatar el cumplimiento efectivo como en los traslados”.

Parenti señala como un dato llamativo que en una reciente modificación de la ley de ejecución, que se promulgó en enero último, sólo se modificó el régimen de detención domiciliaria para acusados de delitos sexuales, para los que se habilitó un “control externo” del servicio penitenciario o de la policía, “pero nada se dijo de los delitos de lesa humanidad ni otros delitos graves”. Para los crímenes de lesa humanidad, hay unos pocos jueces, además de la Procuración, que sostienen que sí se podría recurrir a fuerzas de seguridad para controlar a los presos domiciliarios.

Los ministerios de Seguridad y de Justicia trabajan en un posible programa de monitoreo conjunto con el uso de pulseras electrónicas, pero hasta ahora no han podido avanzar. La experiencia en ciertas jurisdicciones específicas, como la bonaerense, es que no se podido aplicar con éxito absoluto, por cuestiones básicas como que no alcanzan las pulseras. En la cartera de Justicia también se hicieron intentos para reformar o crear un nuevo patronato, pero también quedaron en el aire.

Un control errático

“En la práctica, los jueces controlan las domiciliarias sólo si lo creen necesario. Pero los patronatos de liberados o instituciones similares no están pensados ni funcionan para garantizar que la persona permanezca en el domicilio (hacen un control socioambiental). Tampoco hay un patronato nacional, sería necesario crearlo, o una instancia de control para todo el país, que dependa de las cámaras, la Corte o el Ministerio de Justicia. Hay en las provincias, fuera de nuestra órbita”, analiza Pablo Parenti, de la Unidad de Derechos Humanos de la Procuración.

En Capital Federal, el Patronato de Liberados es una asociación civil, que recibe fondos de la Corte Suprema y del Servicio Penitenciario Federal. Algunos jueces confían en sus servicios; otros tienen reparos, más aún teniendo en cuenta que un sector de sus empleados protagonizó una importante huelga cuando por un lapso dejó de recibir fondos del máximo tribunal. Hasta hace poco lo dirigía el juez de tribunal oral Hugo Cataldi, uno de los que condenó a Fernando Carrera por la Masacre de Pompeya con pruebas armadas por la Policía Federal.

Los vigilantes les hacen los mandados

Cuando los jueces piden custodias para las prisiones domiciliarias generan un problema al Ministerio de Seguridad, donde el planteo es que si un preso en su casa necesita vigilancia, entonces no debería estar allí sino en una cárcel común. A eso se suma un problema de recursos: por cada detenido harían falta unos cuatro uniformados, de modo que sólo para los casos de lesa humanidad se requerirían unos 1200 agentes, algo que es considerado un despropósito.

En la cartera que conduce Nilda Garré advierten que las custodias permanentes en casas de represores pueden tener un efecto paradójico. Esto lo advirtieron en Tucumán. Allí no hay lugar para todos los detenidos en las cárceles comunes, por ende quedan en las casas. La presencia de un policía, explican en el ministerio, a veces se termina convirtiendo en un privilegio: tienen su vivienda custodiada y alguien que les hace los mandados. Hubo un caso, el de Juan Carlos Benedicto, el primer civil acusado por crímenes de lesa humanidad, que estaba en un instituto psiquiátrico, controlado por policías, y de pronto salía casi todos los días al kinesiólogo o al dentista o a comprar pizza, hasta que un día se fue y no volvió más. Luego lo atraparon en Paraguay.

Los ministerios de Seguridad y de Justicia trabajan en un posible programa de monitoreo conjunto con el uso de pulseras electrónicas, pero hasta ahora no han podido avanzar. La experiencia en ciertas jurisdicciones específicas, como la bonaerense, es que no se ha podido aplicar con éxito absoluto, por cuestiones básicas como que no alcanzan las pulseras. En la cartera de Justicia también se hicieron intentos para reformar o crear un nuevo patronato, pero también quedaron en el aire.

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